El Japón está situado en Jambudvipa, al sur del monte Sumeru. Jambudvipa mide siete mil yojanas de largo y otros tantos de ancho. Hay en él ochenta y cuatro mil países, a saber, las cinco regiones de la India, sus dieciséis grandes estados, quinientos estados medianos y diez mil estados pequeños, más un sinfín de territorios minúsculos, diseminados por doquier como semillas de mijo, e islas abundantes como partículas de polvo, tierras todas ellas que se extienden sobre el gran océano, como hojas muertas que flotan sobre la superficie de un estanque. Nuestro país, el Japón, es una diminuta isla en medio del vasto mar. Antaño fue un islote tan pequeño que la pleamar lo cubría por completo, y sólo en bajamar se podía vislumbrar su forma. Pero luego las dos deidades1 lo agrandaron y le dieron su tamaño actual. Su primer gobernante humano fue un gran emperador llamado Jimmu. En los treinta reinados siguientes, no hubo budas, sutras ni sacerdotes en el Japón; sólo personas comunes y deidades. Dado que no existía el budismo, los habitantes no tenían conocimiento del infierno ni aspiraban a la Tierra Pura. Cuando la muerte los separaba de sus padres o hermanos, ignoraban el albur que podían correr los fallecidos. Probablemente entendiesen la muerte como la evaporación del rocío o como la puesta del sol y de la luna.
Luego, durante el reinado del trigésimo soberano, el gran emperador Kimmei, llegó al país una estatua del buda Shakyamuni de bronce dorado, enviada por el rey Syǒngmyǒng de Paekche —un país situado al noroeste del Japón—, quien también envió una serie de sutras expuestos por ese buda y un contingente de sacerdotes con la misión de exponer dichas enseñanzas a la población. Sin embargo, ese buda era una estatua, no un ser de carne y hueso, y los sutras no tenían punto de semejanza con las escrituras no budistas. Los sacerdotes disertaron, pero nadie pudo comprender su prédica. Además, la apariencia de estos monjes no era de hombre ni de mujer. Por todas estas razones, la gente respondió con recelo y consternación. Los ministros de la Izquierda y de la Derecha se reunieron en presencia del Emperador, y analizaron el asunto desde varios ángulos. Prevaleció la opinión de que no convenía adoptar el budismo, de modo que se deshicieron de la estatua del Buda y encarcelaron a los sacerdotes.
Luego, el decimoquinto día del segundo mes, durante el segundo año del reinado del emperador Bidatsu, el príncipe Shotoku, hijo del emperador p.1051Yomei, mirando al este recitó: «Namu-Shakyamuni-butsu», tras lo cual se materializaron en su mano las reliquias del Buda.2 El sexto año del reinado del emperador Bidatsu, el Príncipe leyó y recitó el Sutra del loto. Desde ese momento, han transcurrido más de siete siglos, se han sucedido más de sesenta emperadores, y el budismo se ha difundido gradualmente en todo el Japón. En las sesenta y seis provincias y dos islas,3 no hay lugar adonde el budismo no haya llegado. Se construyeron centros budistas, pagodas y templos en cada provincia, distrito, pueblo, aldea y caserío; hoy, el budismo está presente en ciento setenta y un mil treinta y siete lugares. A lo largo de las generaciones, ha sido propagado por personas de sabiduría tan luminosa como el sol y la luna; y los sabios que abundan en cada provincia refulgen como una constelación estelar. En pos de su propia salvación, practican las doctrinas de la escuela Palabra Verdadera, los Sutras de la sabiduría o el Sutra de los reyes benevolentes; invocan el nombre del buda Amida o creen en el bodhisattva Percibir los Sonidos del Mundo, en el bodhisattva Acervo de la Tierra o en los tres mil budas;4 o bien leen y recitan el Sutra del loto. Pero a la hora de incentivar la práctica de los sacerdotes ignorantes y de la población laica, se contentan con decir: «Sólo recite “Namu-Amida-butsu”. Supongamos que una mujer tiene un hijo. Si ese hijo cayera en un foso o en un río, o se sintiera solo y gritara: “¡Madre, madre!”, al oírlo, ella dejaría cualquier otro asunto y acudiría en ayuda de su vástago. Lo mismo sucede con el buda Amida —sostienen—; somos niños, y él es nuestra madre. Así pues, si caen en el hoyo del infierno o en el foso de las entidades hambrientas, sólo invoquen “Namu-Amida-butsu”, y él nunca dejará de acudir a salvarlos, tal como el eco sigue el sonido». Es lo que siempre enseñaron todos estos hombres de sabiduría; por tal razón, desde hace mucho tiempo, nuestro país mantiene la costumbre de recitar esa frase.
Ahora bien, por mi parte, no vivo en la capital, centro del país, ni tampoco es mi padre un general de frontera. Soy hijo de un plebeyo de una provincia alejada. Pero entono Nam-myoho-renge-kyo, cosa que nadie ha hecho jamás en todo el Japón, en los últimos setecientos años o más. Por otra parte, he advertido que la gente crea el karma que la conducirá a caer en el infierno del sufrimiento incesante cuando invoca el nombre del buda Amida como lo hace, cuando venera a este buda como si se tratara de los propios padres, del sol y la luna o de un amo feudal, como si fuera un navío para el que necesita viajar, comida para el hambriento o agua para el que sufre de sed. Cuando dije todas estas cosas, los demás reaccionaron con sorpresa y malestar, como si hubieran encontrado piedras mezcladas con los alimentos; como si su caballo se hubiese desbocado pisando una roca en falso; como si se levantara un vendaval durante un cruce marítimo; o se desatara un gran incendio en una zona poblada; como si de pronto cayese el enemigo a atacarlos o una cortesana se convirtiera en la consorte de un emperador.
No obstante, en estos veintisiete años, desde el vigésimo octavo día del cuarto mes, en el quinto año de Kencho (1253), hasta ahora, undécimo mes del segundo año de Koan (1279), ni una sola vez he retrocedido; por el contrario, dije lo que debía con mayor tenacidad, como crece la luna o sube la marea. Al comienzo, cuando yo era el único que entonaba el daimoku, aquellos que me veían, me escuchaban o se encontraban conmigo optaban por cubrirse los oídos, me lanzaban miradas furibundas, crispaban los labios, cerraban los puños y apretaban los dientes. Hasta mis padres, hermanos, maestros y amigos, en esta instancia, se me p.1052opusieron. Luego, el administrador y el señor de la finca5 donde yo vivía me hicieron blanco de su enemistad. Poco después, la provincia entera llegó a hervir de alboroto y, al final, la alarma cundió en toda la población. En forma paralela, mientras esto sucedía, algunas personas comenzaron a entonar Nam-myoho-renge-kyo, no sé si para imitarme o para burlarse de mí; unos porque parecían tener fe, y otros, presuntamente, porque querían menospreciarme. Hoy en día, la décima parte de la población japonesa entona Nam-myoho-renge-kyo con exclusividad. Las otras nueve partes entonan el daimoku y repiten el nombre del buda Amida en forma simultánea; o bien fluctúan entre una y otra práctica, o invocan sólo el Nembutsu. Los de este último grupo me injurian como si yo fuese detractor de sus padres o de su amo, o como si fuera su enemigo jurado, desde una existencia anterior. Para las autoridades de cada aldea, distrito y provincia, soy un traidor al que se debe odiar.
Por mi parte, seguí proclamando mis enseñanzas, pero expulsado de un lugar a otro, obligado a errar por todo el Japón como un tronco mecido por el oleaje, a merced de los vientos; o como una pluma que, suspendida en el aire a gran altura, se eleva y desciende. En todo este tiempo, he sido golpeado, arrestado, herido o desterrado a zonas remotas. En ocasiones, mataron a mis discípulos y me impusieron el destierro. Y más tarde, el duodécimo día del noveno mes, durante el octavo año de Bun’ei (1271), provoqué la cólera del gobierno y debí marchar al exilio rumbo a la norteña provincia insular de Sado.
Aunque jamás, ni aun remotamente, había cometido una sola transgresión a las leyes seculares, las autoridades me acusaron diciendo:
—Este monje ha llegado al extremo de afirmar que los difuntos sacerdotes laicos del Saimyo-ji y del Gokuraku-ji6 han caído en el infierno. Es peor que un traidor.
Intentaron decapitarme en un lugar llamado Tatsunokuchi, situado en Kamakura, provincia de Sagami; pero luego, al parecer, lo pensaron mejor y dijeron:
—Es cierto, su crimen es muy abyecto; pero, así y todo, es un devoto del Sutra del loto. Si nos precipitamos a matarlo, quién sabe qué clase de desastre podría abatirse sobre nosotros. Por otro lado, si lo abandonamos en una isla remota tendrá una muerte segura, por una u otra razón; pues el gobernante lo odia, pero también la gente común lo aborrece como si fuera enemigo de sus padres. De modo que lo matarán o morirá de hambre, ya sea durante el viaje a Sado o una vez que llegue a ese sitio.
Así fue como resolvieron deshacerse de mí.
Sin embargo, aunque en la isla había muchos que me odiaban, fui protegido por el Sutra del loto y por las diez demonios, e incluso por las deidades celestiales, conscientes de mi inocencia. Pues en ese lugar conocí a un sacerdote laico llamado Nakaoki no Jiro [quien me brindó su amistad]. Este anciano, tan pródigo en años como en sabiduría, gozaba de buena salud y era respetado por los pobladores locales. Y acaso porque dijo de mí: «Este sacerdote no puede ser una persona común», sus hijos no me trataron con especial animosidad. Como la mayoría de los pobladores trabajaban al servicio de la familia Nakaoki, tampoco estos intentaron hacerme daño por las suyas y obedecieron estrictamente las instrucciones del gobierno.
Aunque el agua se enturbie, recupera la transparencia. Aunque la Luna se oculte tras las nubes, reaparece sin falta. Del mismo modo, el tiempo demostró mi inocencia y, también, la validez de mis predicciones. Quizá por tal p.1053razón, aunque los miembros de la familia Hojo y algunos influyentes señores feudales insistieron en que no se me indultara, por fin mi sentencia de destierro fue revocada por decisión del señor feudal de la provincia de Sagami,7 y regresé a Kamakura.
Yo, Nichiren, soy el súbdito más leal de todo el Japón. No creo que haya existido ni llegue a existir alguna vez alguien que se me iguale en tal sentido. Y lo digo por lo siguiente: cuando se produjo el gran terremoto de la era Shoka (1257-1259) y apareció un inmenso cometa en el primer año de Bun’ei (1264), numerosas personas de sabiduría, budistas y no budistas, realizaron adivinaciones, pero ninguna pudo determinar las causas de tales desastres ni vaticinar lo que ocurriría después. Yo, en cambio, me encerré en una biblioteca rodeado de escrituras y, después de ponderar los sucesos a la luz de las enseñanzas budistas, llegué a la conclusión de que los reyes celestiales Brahma y Shakra ordenarían a un país occidental que atacara el Japón, a modo de reprimenda, dado que la población de este país veneraba a sacerdotes que practicaban el Hinayana y el Mahayana provisional —como las escuelas Palabra Verdadera, Zen, Nembutsu y Preceptos— y menospreciaban el Sutra del loto. A estos efectos, presenté una advertencia escrita al sacerdote laico del Saimyo-ji, ya fallecido, pero mi trabajo fue objeto de burlas y de rechazo por parte de creyentes de todas las religiones. Con todo, nueve años después, el quinto año de Bun’ei, llegó al país una carta oficial del gran Imperio mongol donde este anunciaba su intención de atacar el Japón. Al ver que mi predicción se hacía realidad, los sacerdotes del Nembutsu, los maestros de Palabra Verdadera y los prelados de otras escuelas se llenaron de encono hacia mí y se dedicaron a conspirar contra mi vida.
A modo de analogía, entre las concubinas del emperador Hsüan-tsung de la China había una beldad conocida como la Dama del Palacio de Shang-yang. En todo el Imperio no había una mujer más atractiva. La vio Yang Kuei-fei, consorte del monarca, y pensó: «Si esta mujer llega a prestar servicio cerca del Emperador, seguramente me quitará los favores del soberano».
De modo que falsificó un edicto imperial y mandó matar o exiliar a los padres y hermanos de la Dama. Y a la joven la condenó al cautiverio y la hizo torturar nada menos que durante cuarenta años.
Mi propio caso es similar. «Si las advertencias de Nichiren cobran estado público, el gobierno tendrá que pedirle que ore por la derrota del gran Imperio mongol. Y si, efectivamente, el Japón resulta vencedor, Nichiren se convertirá en el sacerdote más prominente del país. Pero nosotros perderemos influencia y prestigio». Tal vez con estas ideas, los sacerdotes de las demás escuelas presentaron cargos falsos contra mí. El Regente, incapaz de advertir sus verdaderas razones, dio crédito a sus palabras y ahora está a punto de ocasionar la ruina del país.
En forma semejante, el segundo Emperador de la dinastía Ch’in de la China mandó ejecutar a Li Ssu, instigado por la lengua viperina de Chao Kao; pero tiempo después, él mismo pereció a manos de Chao Kao. Y el Emperador de Engi, incitado por los embustes del ministro Fujiwara no Tokihira, desterró al ministro Sugawara no Michizane,8 tras lo cual cayó en el infierno.
El Regente actual es como esos dos emperadores: da crédito a los maestros de las escuelas Palabra Verdadera y Zen, a los sacerdotes de la escuela Preceptos, a los que observan los preceptos y a los sacerdotes del Nembutsu —enemigos todos del Sutra del loto— y a mí, Nichiren, me p.1054trata con animosidad. Aunque soy de humilde cuna, abrazo el Sutra del loto, la enseñanza que protegen y atesoran Shakyamuni, Muchos Tesoros, los budas de las diez direcciones, Brahma, Shakra, las deidades del Sol y de la Luna, los cuatro reyes celestiales, la deidades dragonas, la Diosa del Sol y el gran bodhisattva Hachiman, tal como los hombres apreciamos nuestros ojos, como las deidades celestiales estiman a Shakra, o como una madre ama a su hijo. Por lo tanto, todos esos budas y deidades castigarán con sumo rigor a quienes persigan al devoto del Sutra del loto, así como uno castigaría al enemigo de sus padres, o como el gobernante penaría a un sedicioso.
Ustedes, por su parte, son el hijo y la nuera del fallecido sacerdote laico Jiro. Acaso por ese vínculo con un hombre tan profundamente sabio, ambos han seguido sus pasos. Además de creer en el Sutra del loto —que el propio gobernante del país rechaza—, mantienen al devoto del Sutra del loto, me traen ofrendas cada año y viajan mil ris9 para verme. Asimismo, en el decimotercer aniversario del fallecimiento de su pequeña hija,10 ambos erigieron una tablilla funeraria de un metro ochenta de altura, que llevaba inscritos los siete caracteres de Nam-myoho-renge-kyo. Se dice que cuando sopla el viento del norte y roza los peces del mar del sur, los libera de sus sufrimientos; y que cuando sopla el viento del este y acaricia los pájaros y venados de las montañas occidentales, estos abandonan el reino de los animales y renacen en el palacio interior del cielo de Tushita. ¡Cuánto mayores, entonces, han de ser los beneficios de los seres humanos que se regocijen ante esa tablilla, la toquen con sus manos o posen sus ojos en ella! Los beneficios derivados de haber consagrado esta tablilla, creo yo, harán que sus padres fallecidos iluminen el camino hacia la Tierra Pura, como lo harían la luna y el sol desde el firmamento. Y además, ustedes —el hijo devoto y la nuera— y sus propios hijos vivirán hasta los ciento veinte años en esta existencia11 y, después de morir, se reencontrarán con sus padres en la tierra pura del Pico del Águila. Sepan que esto es tan cierto como el hecho de que la luna se refleja en el agua cristalina o que el tambor resuena cuando es batido. Si en el futuro quisieran erigir más tablillas, asegúrense de que lleven inscrito el daimoku del Sutra del loto.
Escrito en el monte Minobu,
Nichiren
En el trigésimo día del undécimo mes, segundo año de Koan (1279), signo cíclico tsuchinoto-u.
Para la esposa del sacerdote laico Nakaoki
Antecedentes
Esta carta fue escrita en Minobu y dirigida al matrimonio formado por el sacerdote laico Nakaoki y su esposa, dos creyentes que vivían en Nakaoki, isla de Sado. Aunque el título dice «Carta al sacerdote laico Nakaoki», la dedicatoria del texto hace referencia a su mujer. Parece ser que Nichiren Daishonin la escribió para ambos cuando el esposo fue a visitarlo a Minobu.
El padre de Nakaoki, el sacerdote laico Nakaoki no Jiro, ya había fallecido cuando esta carta fue escrita. Pese a que este señor se había dedicado durante muchos años a la práctica del Nembutsu, tomó contacto con el Daishonin cuando este llegó exiliado a Sado y decidió abrazar la fe en sus enseñanzas; además, se cree que le brindó protección durante su estancia en la isla. Tiempo después, también se convirtieron Nakaoki —uno de sus hijos— y su esposa, los destinatarios de esta carta. Cuando, ya p.1055indultado, el Daishonin se marchó a vivir a Minobu, el joven Nakaoki viajó varias veces desde Sado para visitarlo y llevarle ofrendas.
Al comienzo de la carta, el Daishonin se refiere a la introducción del budismo en el Japón, y al modo en que las enseñanzas erróneas del Nembutsu y de Palabra Verdadera se propagaron en el país. Por haber señalado los errores de las diversas escuelas, el Daishonin debió sufrir constantes persecuciones, que culminaron en el intento fallido de decapitación en Tatsunokuchi y en su consiguiente exilio a Sado. Sin embargo, afirma aquí, sólo él ha denunciado claramente la causa de los recientes desastres que afligían a la nación; sólo él ha exhortado a las personas a abandonar las enseñanzas equivocadas y entonar el daimoku del Sutra del loto. Por ende, es «el súbdito más leal de todo el Japón». Aunque la gente lo desprecie y las autoridades lo persigan, él abraza el Sutra del loto, que todos los budas atesoran, por lo cual, sin falta, recibirá protección. Para concluir, el Daishonin ensalza la fe con que Nakaoki y su mujer procuran sustento al devoto del Sutra del loto, y les asegura que recibirán grandes beneficios en esta existencia y en las próximas.
Notas
1. Las «dos deidades» son Izanagi e Izanami, deidades masculina y femenina, respectivamente, que aparecen en Crónicas de antiguos hechos y en Crónicas del Japón, como creadores mitológicos del Japón y de sus divinidades.
2. Este episodio, que aparece en Biografía del príncipe Shotoku, supuestamente ocurrió durante la infancia del príncipe Shotoku (574-622), célebre por haber gobernado de acuerdo con los principios del budismo.
3. Referencia a todo el Japón. El país estaba dividido en sesenta y seis provincias, sin contar a Hokkaido. Las «dos islas» son Iki y Tsushima.
4. Se dice que los tres mil budas aparecen durante el anterior Kalpa Glorioso, en el actual Kalpa Sabio y en el futuro Kalpa de la Constelación. Se los enumera en el Registro de los tres mil budas de los tres kalpas.
5. El «administrador» y el «señor de la finca» son, respectivamente, Tojo Kagenobu, administrador de la aldea de Tojo, distrito de Nagasa, y Hojo Tomotoki, señor feudal del distrito de Nagasa, provincia de Awa. Hojo Tomotoki era hermano menor de Hojo Yasutoki, tercer regente del gobierno de Kamakura.
6. El «sacerdote laico del Saimyo-ji» es Hojo Tokiyori (1227-1263), quinto regente del gobierno de Kamakura; y el «sacerdote laico del Gokuraku-ji» es Hojo Shigetoki (1198-1261), otro alto funcionario del gobierno.
7. El «señor feudal de la provincia de Sagami» es Hojo Tokimune (1251-1284), octavo regente del gobierno de Kamakura.
8. El «Emperador de Engi» es el sexagésimo emperador Daigo (r. 897-930). Sugawara no Michizane (845-903) fue un erudito, poeta y funcionario de la Corte. Su presencia fue un contrapeso al poder de la familia Fujiwara, que ocupaba la mayoría de los cargos del gobierno. Acusado falsamente por los Fujiwara de intrigar contra el trono, Michizane fue desterrado a Kyushu, donde murió.
9. Aquí, la expresión «mil ris» indica, a título general, una gran distancia.
10. «Decimotercer aniversario» es una alusión al servicio recordatorio que se realiza el duodécimo aniversario de la muerte de una persona. De acuerdo con la tradición japonesa, el segundo año posterior al fallecimiento de un individuo se conmemora como el tercero. También se da mucha importancia a los días séptimo, cuadragésimo noveno y centésimo después del deceso, y a los aniversarios primero, tercero, séptimo, decimotercero, decimoséptimo, vigésimo tercero, vigésimo séptimo, trigésimo tercero y quincuagésimo; en esas ocasiones, la gente ofrece ceremonias fúnebres en memoria de sus difuntos.
11. Según la tradición budista, ciento veinte años es la máxima extensión posible de la vida humana.